PANORAMA DESDE EL PUENTE

Honor, justicia, ley, amor, odio, impulsos irrefrenables, obsesión, pasiones, celos... con el transfondo de la inmigración ilegal en el Nueva York de los años 50.
Estos son los ingredientes de "Panorama desde el puente", una de las mejores obras de Arthur Miller. Y esta es una de las obra que vamos a representar este año en "No Es Culpa Nuestra".
En esta páginas te hablaremos de la obra, del autor, de los personajes, de la época, del entorno social, de los entresijos de un montaje tan complicado y de nuestra visión del mismo.
Si no conoces la obra o quieres conocerla más a fondo, este es tu sitio.

BIOGRAFÍAS. EDDIE CARBONE.

viernes, 18 de abril de 2008

Buenas noches. Mi nombre es Eddie Carbone. No sé muy bien de qué les tengo que hablar aquí. Me dijeron que debía explicar lo mejor que pueda la historia de mi vida. Joder. Como si eso me fuera fácil. Quiero decir, que nunca antes había hecho una cosa así, y no sé ni por donde empezar. Pero trataré de ser lo más claro posible. Y tengan en cuenta que muchas de estas cosas nunca se las había contado a nadie. Ni siquiera a mi mujer. En fin. Allá voy.

Nací no muy lejos de aquí, y no muy lejos de los muelles, en enero de 1919. Nunca he estado muy lejos de los muelles. Claro, que, vaya uno donde vaya en esta maldita ciudad, llega un momento en que se da de bruces con un muelle. Tengo la sensación de los muelles siempre han estado ahí, como dentro de mí, y que nunca conseguí alejarme de ellos, ni siquiera cuando parecía que mi destino iba por otros lados. Y es que nunca fui muy inteligente, para qué nos vamos a engañar. Quiero decir que no valgo para hacer números ni leer libros gordos. Pero sí era listo, qué coño. Vamos, que ningún pollo me ha tomado nunca el pelo. Siempre he calado bien a la gente, desde muy niño. A aquel que se atrevía a tomarme por tonto, bastaba una mirada para acojonarle. En la pandilla, yo era un chaval respetado. Y es que desde enano ya se veía que yo tenía todas las de ganar en un cara a cara. Recuerdo que una tarde, cuando yo tenía 10 años, estábamos toda la pandilla en la calle jugando cuando una de mis hermanas, Liz, la pequeña, apareció al fondo de la calle llorando y gritando mi nombre. Un grupo de imbéciles se habían estado metiendo con ella cerca de allí. No perdí más el tiempo y corrí a su encuentro, cogiendo a mi pequeña Liz en brazos. Todos mis amigos me siguieron sin decirles yo nada. Me habrían seguido adonde fuera. Pues bien, allí estaba el capullo de Tommy Doogan, con sus perros falderos. Menudo pieza era ese. Meterse con una niña indefensa. Dónde se ha visto eso. “¿Quieres algo?”, me dijo. No voy a entrar en detalles, pero le arreé una buena tunda. Algún derechazo y un par de directos y ya le tenía saboreando el asfalto. Ninguno de sus amigos se atrevió a echarle una mano. ¡Y eso que todos gastaban más de trece años! Sé que no está bien pegar a nadie, pero ese Doogan era un mal bicho y se merecía que alguien le pusiera las cosas claras. Y me sacaba una cabeza, vamos, que no estaba en inferioridad de condiciones, precisamente, no sé si me entienden. Además, a mi familia no le toca un pelo ni Dios Cristo.

Mi padre se puso como loco de contento cuando se enteró de la historia de Tommie Doogan. Yo no le conté nada, ¿eh? Que se enteró por su cuenta. Todo el barrio lo sabía. Mi padre estaba orgullosísimo de su hijo. Decía que para eso él había criado un hombre de verdad. Que no se acojona ante nada. Que le planta cara a un matón de poca monta y le demuestra quien es el rey. No lo dudó más. Me empezó a entrenar duro. Iba a hacer de mí un campeón de boxeo.

Desde enano me apasionaba el boxeo. Oía como me padre me contaba los combates de Jeffries y se me ponía un brillo en los ojos que qué sé yo. James J. Jeffries, campeón indiscutible de los pesos pesados, jamás derrotado en combate. Nunca debió volver a los rings parra pelear con Jack Johnson. Fue un error. Joder. Ojalá hubiera nacido antes para verlo en acción. El caso es que me moría por entrenar, pero mi padre me decía que aún era demasiado chico, que debía esperar. Que no tuviera prisa. “la gloria es para los pacientes”, repetía, o algo por el estilo. Mientras tanto, le ayudaba en la carnicería, moviendo bultos de acá para allá, descargando todas las mañanas la carne de los camiones. Y cuando no miraba, practicaba con las piezas de vaca que colgaban en la cámara frigorífica. Si me hubiese pillado alguna vez… Ahora había llegado mi momento. Mi padre se pasaba el tiempo que no estaba currando entrenando conmigo en la azotea de nuestro edificio, o detrás de la carnicería. Mejoré muchísimo en poco tiempo. Me llenó la cabeza con sueños de grandeza. Lo que siempre había querido. Subirme a un ring, vencer y sentir como todo el mundo me miraba con orgullo. Respeto, al fin y al cabo. Eran buenos tiempos.

Por cierto, no sé si he mencionado que era el mayor de tres hermanos. Mis dos hermanas eran dos soles, las chiquillas. Liz y Cristina. Se mataban a estudiar en la escuela y luego corrían a casa a ayudar en todo lo que podía a mi madre. Mi madre, una santa. Una mujer como Dios manda. No recuerdo haberla visto perder nunca los nervios, ni decir una palabra más alta que la otra. Siempre lo tenía todo bajo control. La casa, impoluta. Cocinaba que daba gusto. Callada como nadie, eso sí, pero siempre tuvo una palabra de ánimo cuando hizo falta. Lo que decía, una santa. Y nos quería a todos una barbaridad. Sólo había que ver cómo miraba a mi padre cuando volvía a casa. Y cómo colgaba su chaqueta, con qué cuidado. La comida siempre lista. Joder, que bien olían sus guisos. Los miraba sentado desde el suelo y veía la sonrisa de mi madre y no podía evitar pensar: algún día conseguiré que alguien me quiera de ese modo.

Durante años entrené y entrené. Mi padre no me dejaba pelear en el circuito porque era demasiado pronto. “Cuando estés preparado, hijo, cuando estés preparado”. La gloria es para los pacientes. Claro que mi padre tenía razón, pero a mí un fuego interior me ardía y luchaba por salir. No lograba entender porqué tanta espera. Sabía que era el más fuerte del barrio. Pero jamás se lo decía a mi padre. Si él decía que había que esperar, yo esperaría. Ahora veo cuanta razón tenía. Mientras tanto, lo pasábamos bien. Yo me entregaba en cuerpo y alma al entrenamiento. Mi padre gritaba y yo obedecía. Mis hermanas se esforzaban en acabar rápido sus labores. “Mamá, podemos ira ver entrenar a Eddie un poco”. Y ella sonreía y asentía. Recuerdo los diminutos rostros de Liz y Cristina asomados entre los barrotes de la barandilla de la escalera de incendios a la que daba una de nuestras ventanas, iluminados por el asombro y la devoción. Yo hacía como que no las veía, pero sabía que estaban allí mirándome, mientras sudaba y golpeaba las manos de mi padre. “¡Más fuerte, hijo, protege la cara, vigila tu izquierda!”. Mientras se hacía de noche y las luces del callejón se encendían. “Señor, que le parece si practicamos un poco la defensa”. “Lo haremos cuando yo diga que debemos hacerlo”. “¡Sí, señor!”. Mis hermanas sonreían. Y entonces mi madre se asomaba y decía, “Ricardo, la mesa ya está puesta”. Y parábamos en ese preciso momento, exhaustos por el esfuerzo. Mis hermanas nunca entraban en casa hasta que pasábamos a su lado. Yo les pasaba la mano por el pelo y ellas reían. Y los tres entrábamos en casa dados de la mano. Eran buenos tiempos.

En 1935, el día que yo cumplí 16 años, ocurrió al fin. Estaba mi padre bendiciendo la mesa, como todos los días antes de empezar la cena, y lo soltó, sin levantar la mirada del mantel. “Ha llegado el momento de que Eddie empiece a pelear en circuitos profesionales”. Yo ya llevaba un par de años entrenando en el gimnasio y había demostrado que en el cuerpo a cuerpo no había ni un solo chico que pudiera vencerme. Pero sabía que hasta que mi padre diera su permiso, no empezaría mi carrera en el ring. “Eddie, campeón, cuando te veremos machacar alguna cara en el ring”, me gritaban por la calle. “La gloria es para los pacientes”, repetía yo, convencido. Y por fin, había terminado la espera. Ahora vendría la gloria. Eddie paciente Carbone iba a dar la campanada. Alrededor de la mesa, mi madre nos miraba con orgullo, a mí y a mi padre. Yo sólo sonreí. Y mis hermanas saltaron de sus sillas y se me tiraron al cuello, gritando. Mi padre gritaba al orden, tratando de parecer serio. Y mi madre lloraba y reía.

Al principio todo era como había soñado. Empezamos con pequeños combates, poco a poco. Mi padre no quería que me precipitase luchando contra rivales que tal vez fueran demasiado para mí. Yo era joven y arrogante. Creía que nadie podría vencerme nunca, pero aun así, hice caso de todo lo que mi padre decía. Él escogía mis combates, mis rivales, las fechas, los lugares donde luchaba. Y poco a poco, empecé a llamar la atención, no sólo dentro del barrio. También fuera de él. Y es que no había quien pudiera conmigo. Recuerdo los primeros combates. Los otros chicos no duraban ni un asalto. La gente me miraba asombrada. Y luego volvían. “Eddie Carbone lucha esta noche”. “Tenéis que verle, es una máquina”. “No hay quien pueda con él”. Estas cosas se oían por la calle. Lo juro. Poco a poco la voz se corrió y cada vez había más gente que acudía a verme. Estaba pasando. La gente me paraba por la calle. “Qué gran combate”, me animaban. Y yo miraba y sonreía. No hacía nada más. No necesitaba ni jactarme, ni alardear ni nada de eso. Me bastaba con las miradas de auténtica admiración que le gente del barrio me dedicaba. Me bastaba con ver lo orgullosa que estaba mi familia. Y mi padre. Yo, el hijo de un carnicero, estaba logrando la tan ansiada gloria de la que mi padre siempre me había hablado.

Me convertí en poco tiempo en héroe local. No teníamos mucho dinero, así que tampoco podía llegar mucho más lejos. Combates a pequeña escala, excursiones a otros barrios a lo sumo. Ganábamos un pequeño porcentaje de los ingresos en taquilla, pero la mayor parte de las veces no nos compensaba. Sólo en el traslado ya se nos iba una fortuna. Mi padre no me decía nada, pero yo sabía que se nos estaba acabando el dinero poco a poco. De momento aguantábamos, pero mi padre tenía que seguir atendiendo el negocio y en mi casa cada vez pesábamos más hambre. A nadie parecía importarle, ya que todo el mundo estaba encantado con mis triunfos, pero yo no podía permitir que esto siguiera así mucho más. Necesitábamos encontrar un promotor ya.

Una tarde, estaba yo entrenando en el gimnasio solo, porque mi padre estaba esperando un envío de mercancía en la carnicería, y se me acerca el tipo que coordinaba los combates con una sonrisa de oreja a oreja. En ese momento, yo dejo de golpear el saco. Lo paro con las manos y le miro a los ojos. Adivino lo que viene a decirme. Los grandes han oido hablar de mi. Quieren organizar un cara a cara con Wilson en el Garden. La semana que viene. En el Garden, chaval. Eso estará lleno de ojeadores.

Salgo corriendo, no hay tiempo para cambiarse de ropa. Agarro la chaqueta y salgo a la calle. Voy directo a la carnicería. La carnicería de Ricardo Carbone. Siempre pensé que mi padre era un luchador. Un guerrero. Un superviviente que había llegado sin un duro a este país y había sacado adelante un negocio de la nada. Con el sudor de su frente, había ganado el dinero suficiente para alimentar a su esposa y a los tres hijos que vendrían después. Eso creía. Menudo imbécil. Cómo pude no darme cuenta de la verdad. Cruzo la puerta de la carnicería, gritando el nombre de mi padre. Y entonces mi expresión cambia de golpe. Ahí, en el suelo, está tirado mi padre, cubriéndose patéticamente la cara con los brazos. Frente a él, dos tipos con gabardina y sombrero se dan la vuelta y se quedan mirándome. Ríen. “¿Es este tu chaval, Carbone?” mi padre mira horrorizado un momento en mi dirección y luego se queda mirando al suelo. Yo no entiendo nada. Mi padre no vuelve a mirarme. Los dos tipos bromean y ríen. Uno de ellos se acerca a mí, mientras el otro se agacha y agarra a mi padre del cuello. Entonces veo las marcas en la cara de mi padre y empiezo a comprender. Mis puños se aprietan, pero algo me detiene. ¿Por qué mi padre no se levanta? ¿Por qué mi padre no les planta cara a esos tipos y los echa de aquí? Siento ganas de agarrar a los dos tipos y echarlos a la calle. Sé que puedo con ellos. “Yo te conozco. ¿Tú no zumbaste a Tim Carter el mes pasado en Queens? Coño, claro. Eddie Carbone. Así que tu hijo es el famoso Eddie Carbone, ¿eh, Ricardo? Claro, joder. No había caído. ¿Tú lo sabías?” El otro tipo le está diciendo cosas a mi padre que yo no alcanzo a oír. El que habla conmigo me agarra del cuello y me obliga a mirar a mi padre. Me doy cuenta de que tiene una pistola debajo de la chaqueta. Tengo miedo. “No eres tan valiente fuera del ring, ¿eh, chico? Ricardo, mira. No parece tan duro fuera del ring, ¿verdad?”. El tipo me zarandea, yo me zafo y le miro con dureza. Me enseña la pistola, y aprovecha mi momento de duda para empujarme contra el mostrador y aplastar mi cara contra la madera, de tal modo que puedo ver perfectamente a mi padre. No se ha movido ni un milímetro. Ni uno solo. Sigue mirando al suelo.

“Ya puedes pagarnos lo que nos debes, Carbone, o esta vez ten por seguro que no dudaremos en quitarte el negocio. Recuérdalo bien, Carbone. Todo esto es nuestro y tú trabajas para nosotros. Paga lo que nos debes”

Al fin comprendo.

Durante los días posteriores al incidente en la carnicería, mi padre no me dirigió la palabra ni una vez. Ni siquiera la mirada se atrevió a dirigirme. Aquella misma noche, al llegar a casa, mis hermanas estaban durmiendo, ajenas a todo aquello. Mi madre aun nos esperaba sentada en la mesa, con la cena ya fría. Tardamos en llegar porque hubo que recoger algunas cosas y limpiar el alboroto. Cuando entramos por la puerta, silenciosos, mi padre simplemente miró a mi madre y ella, percatándose de las heridas de la cara de mi padre, le miró alterada y preocupada. Mi padre, sin mediar palabra, entró en su cuarto y se acostó, sin cenar. Yo me senté a la mesa y mi madre me acompañó, mirándome en silencio. Mientras digería el estofado, empecé a darle vueltas a la cabeza. Mi padre no era ningún héroe. Era un don nadie, que vivía de la caridad de otros, que no era dueño ni de su propio negocio. Era un fracasado. Y lo peor de todo, un cobarde. Con la vista clavada en el suelo, sin atreverse a mirar al frente. Sin levantarse y plantar cara. Sin defender a su propio hijo. Un cobarde. Entonces le conté a mi madre lo del Garden, sin levantar la mirada del plato. Aún así, supe que ella estaba llorando.

Esa semana entrené solo. No veía a mi padre, que siempre llegaba tarde a casa y se metía directamente en su dormitorio. Entrené duro. Tenía claro lo que tenía que hacer. Ganar ese combate, lograr la gloria definitiva, recuperar el honor de los Carbone y darle a esta familia el orgullo que se le había robado. Si mi padre no era capaz de dirigir esta familia, alguien tenía que hacerse valer. Yo iba a lograr la gloria por mis propios méritos. Y nadie, nunca, se atrevería a faltarme al respeto. Jamás.

Llegó el gran día. El tipo del gimnasio se había ofrecido a llevarme al combate. Tal y como estaban las cosas, ni se me había pasado por la cabeza la posibilidad de que mi padre me acompañara. Así que, después de pasarme la tarde preparándome en el gimnasio, empecé a recoger mis cosas. Fuera me esperaban arrancando la furgoneta. Cuando salí de los vestuarios, allí me encontré a mi padre. Las manos en los bolsillos, los ojos como túneles. Me detuve, a cierta distancia. Nos miramos en silencio unos segundos y entonces empecé a andar hacia la salida. No había nada que pudiera decir mi padre y que yo quisiera oír. Pero me equivocaba. Cuando pasaba por su lado, empezó a largar. Que nunca en la vida me había pedido nada. Que él era mi padre y yo debía respetarle. Que yo era su hijo y debía hacer lo que se me decía. Me explicó, sin mirarme, dirigiendo su voz hacia alguna parte de la pared del fondo, que debía perder el combate de esa noche. Me paré en seco. No sé si esperaba alguna razón para aquello. Aunque no hacía falta ser muy listo para saber lo que estaba pasando allí. “¿Oyes lo que te estoy diciendo? ¿Me oyes, Eddie?” Nuestras miradas se cruzaron entonces y pude ver en sus ojos el brillo del miedo, la vergüenza, la debilidad y la rabia. Ese de ahí, ese era mi padre. Eché a andar sin decir nada mientras mi padre estallaba en gritos detrás de mí.

Aquella noche perdí el combate. Fue humillante. Le tenía. Le tuve en mis brazos durante medio asalto. Conocía bien a ese Wilson. Su fuerte era la izquierda, así que le dejé que se entusiasmara durante un buen rato. Luego fui a por él. Un izquierdazo. Un derechazo. Otro izquierdazo y calló sobre mí como una muñeca de trapo. El resto del combate estuvimos bailando bien agarrados. Al final tuve que dejar que me noqueara. Lo hice por mi familia. Puede que me hubiera decepcionado, pero aquel era mi padre y yo le debía respeto y gratitud. Puede que me hubiera engañado durante toda la vida, pero un padre es un padre. Yo podría haber sido campeón. Aquella noche estuve a un paso de la gloria definitiva. Y alguien en algún lado de esta puta ciudad, ganó mucho dinero conmigo esa noche

Nadie me dijo nada al salir del Garden aquella noche. Yo sabía que todo el barrio debía saber a esas alturas que había perdido. Aún podía oír los abucheos retumbando en mi cabeza. A esas alturas hasta mi padre debía saber ya lo que había pasado. Me subí a la furgoneta, cabizbajo, pensativo. Me dejaron en la puerta de casa. Me despedí y entré en casa. Mi padre estaba en el salón jugando con mis hermanas. No me oyeron entrar. Mejor, pensé. No quería ni verle la cara. Fui directo a la cocina a decirle a mi madre que me iba a acostar, que estaba molido. Imaginaba que ella ya sabría lo del combate y esperaba que no sacara el tema. Lo que no esperaba es encontrármela con media cara machacada y un ojo morado. Me quedé mirándola un instante. Ella me miró a los ojos. No, Eddie, no, empezó a decir. Pero ya era tarde. Crucé la casa e incrusté mi puño en la cara de mi padre. Cayó al suelo. Le agarré del cuello y le di una y otra vez. Cada vez más fuerte. Entonces vi las caras de mis hermanas, presas del pánico. Llorando y gritando. Mi madre también lloraba y gritaba, tirada en el suelo, agarrada al marco de la puerta. Y mi padre, irreconocible, gemía y suplicaba cubriéndose la cara con los brazos. Le solté. Mis hermanas corrieron a abrazar a mi padre. Mi madre lloraba sin moverse del sitio, tirada en el suelo. Pasé por encima de ella y salí a la calle. Entonces me di cuenta de que yo también lloraba.

Aquella noche quebranté la santidad de la familia. Rompí las reglas, hice algo que no debía. Un hijo no debe imponerse a un padre. No de ese modo. Usé mi superioridad para conseguir lo que quería, pero no mediante la técnica. No dentro de un ring, siguiendo las normas. Usé la fuerza bruta. Me dejé llevar. Me pasé de la ralla. Yo destruí mi familia.

Aquella noche, sentado en una caja de madera en los muelles, muerto de frío, mirando al mar, decidí que desharía el mal de la única forma posible. Algún día yo tendría mi propia familia. Y a esa familia yo le daría todo lo que tengo. Trabajaría día y noche, sin parar. No le debería nada a nadie. Ganaría mi dinero. Compraría un hogar. Haría feliz a una mujer que me querría con locura, y tendría unos hijos maravillosos a los que nunca mentiría. Lo daría todo por ellos. Todo. Mi vida entera. Y confiarían en mí. Y me querrían. Sin deber nada a nadie. Esos hijos serían los más felices del mundo, y estarían orgullosos de su padre y de todo lo que ha hecho por ellos. Mi vida entera por ellos.

Aquella noche, sentado en una caja de madera en los muelles, muerto de frío, mirando al mar, decidí otra cosa más. Decidí que nunca más volvería a boxear.

Imaginen como estaban las cosas en casa. Mi padre me rehuía. Mi madre callaba y trabajaba en la casa sin parar, pero ahora siempre estaba con un aire triste y resignado. A veces oía a mi padre gritar a mi madre en su dormitorio. Pero a mí nunca me decía nada. Mis hermanas ya no jugaban conmigo. Convivíamos todos, pero ya no éramos una familia.

Por la calle no era mejor. Ya no había nada de eso de Eddie paciente Carbone. La gente ya no me miraba por la calle. Todo lo contrario. Notaba su desprecio. Los del barrio no son gente lista, pero saben bien de qué va eso. Combates amañados. Mafias. A todos nos afecta. Pero lo que había hecho yo era deshonroso. Estoy seguro de que todo el mundo se imaginaba porqué perdí ese combate. Sólo espero que no supiesen nada de lo que había pasado dentro de mi casa. Lo que ocurre paredes adentro, ahí se debe quedar.

Al fin, inevitablemente, olvidados todos esos sueños de convertirme en boxeador, y con los pies en el suelo, me dirigí al único lugar de esta puta ciudad donde había sitio para mí. Los muelles. La escoria siempre acaba toda juntita en los muelles. Golfos, idiotas e inútiles que solo valen para cargar y descargar fardos. Pero era un trabajo honrado, sencillo, para el que yo valía. Y era lo único a lo que yo podía optar si quería empezar a ganar dinero y ahorrar para formar mi propia familia. Sé que mi padre me quería fuera de casa, y que mi madre no se iba a poner de mi parte, cosa que entendía. Pero mientras yo no diera motivos evidentes para los que echarme, mi padre me mantendría en casa, porque, ¿qué iba a pensar la gente? Un padre no echa a sus hijos a la calle a no ser que tengo razones de peso, no sé si me entienden. Y en mi casa, nadie iba a decir ni media palabra.

En los muelles no me fue mal al principio. Yo era un tipo duro, y no me quejaba. Como era joven y fuerte, pues me escogían casi siempre. Y trabajaba bien. Siempre he trabajado bien. Aun así, al principio yo andaba un poco perdido. El trabajo de un estibador es muy duro. Somos muchos y hay poco trabajo. Esto siempre ha sido así, desde que empecé. Mucha competencia. Yo no me deja pisar por nadie, pero me costaba hacer amigos. En aquel momento la historia del combate del Garden aun estaba fresca y en boca de todos. Eso me molestaba, sentía que tenía que trabajar más duro que los demás, para impresionarles, para demostrarles lo que valía Eddie Carbone, coño, que no soy ni un vago ni un cobarde. A fuerza de esto, empecé a llamar la atención de los superiores. Y ahí es cuando Giouseppe y yo nos hicimos amigos.

Giouseppe Corradini, que gran hombre. Él era un estibador más, igual que nosotros, pero llevaba mucho tiempo trabajando en los muelles y se había ganado el respeto de los otros trabajadores y de los mandamases que nos miraban trabajar desde ahí arriba, con sus trajes de marca limpitos y bien peinados. El caso es que siempre contaban con él como portavoz de los estibadores, e incluso dejaban que fuera él el que, en muchas ocasiones, decidía quien trabajaba y quien no. Yo le admiraba. Se había buscado su lugar y había llegado a ser alguien importante para la gente. Todos le querían. Era de familia italiana, como yo, católico a muerte y un padre de familia ejemplar. Siempre hablando de sus críos. Nos hicimos amigos y hablábamos mucho en el trabajo. Fue muy bueno conmigo y me enseñó todo lo que necesitaba saber para sobrevivir en los muelles. Tenía más o menos la edad de mi padre.

Giouseppe y yo llegamos a cogernos mucho cariño en poco tiempo. Hablábamos mucho y en el trabajo pasábamos todo el tiempo bromeando. Nunca me preguntó por mi familia, ni una sola vez, cosa que me sorprendió, puesto que él parecía darle mucha importancia a la suya. Con el tiempo he llegado a pensar que era precisamente mi actitud cuando le oía hablar de sus hijos lo que le alertó para no preguntarme a mí por mis padres.

Un día especialmente duro, en el que trabajamos hasta más tarde de lo habitual, Giouseppe me invitó a cenar a su casa. “Ya es hora de que conozcas a mi familia”, me decía. Yo tuve que negarme, puesto que estaba hecho un asco, sudado y destrozado por el trabajo duro. Pero le prometí que el día siguiente, allí estaría. Y allí estuve. Puntual. Limpio. Educado. Tal y como se me había enseñado que debía ser. Tal y como yo creo que se debe ser. Nervioso, claro. Había oído hablar tanto de la familia Corradini que tenía pánico a no encajar. No sé porqué. Tal vez tenía miedo de que se dieran cuenta. Ya saben. De que mi familia… Vamos, de que yo ya no sabía cómo me debía comportar en un ambiente familiar, coño. Pero no pasó nada de eso. Al contrario. La mujer de Giouseppe me acogió como un hijo más. Hizo todo lo posible para que me sintiera cómodo. Los dos niños eran un par de soles. Traviesos, sin dejar de jugar, dos pequeños hombretones italianos hasta la médula. Y de repente, saliendo de la cocina, un ángel. La mismísima imagen celestial de la belleza femenina. Una auténtica madonna. Con una bandeja en la mano, esa madonna, se dirigió hacia mí, con la cabeza baja y paso firme, agarrando su bandeja con sus fuertes manos de mujer italiana. Y cuando se plantó frente a mí – “Eddie, te presente a mi hija Beatrice”- ella alzó sus ojos y me envolvió con su mirada azul. Sé que se van a reir de mí, pero me flojearon las piernas, me ruboricé y sonreí torpemente, sin poder decir nada. ¿Por qué Gio no me había hablado de que tenía una hija en casa? Me había hablado de Nancy, la universitaria, y de los pequeños, pero de Bea nunca dijo nada. Como ella tenía la bandeja sujeta con las dos manos, no pude darle la mano, o besársela, que era lo que yo más deseaba en ese momento, así que cogí un vaso de limonada y, acto seguido, ella bajó de nuevo la mirada, dejó la bandeja sobre la mesa, y volvió de nuevo a la cocina. Como una aparición. Como un sueño.

El resto de la noche fue muy agradable. Cenamos, hablamos distendidamente y Gio y yo contábamos anécdotas del trabajo. Todos reían. Me sentía a gusto, parte de una familia. Pero aun así, en mi mente sólo estaban las manos y los ojos de Bea. Yo buscaba esos ojos, pero ella nunca me miraba, lo que me desesperaba y me enfurecía. Y cuando encontraba su mirada, ella la apartaba de forma muy natural y me arrebataba el placer de su compañía. Yo soy un hombre testarudo. Consigo lo que quiero. Y quería coger esas manos y besar esos ojos. Bueno, ya está bien, no se burlen. Coño. Que yo era un crío, y nunca había conocido a una mujer de verdad. Porque Bea era una mujer de verdad, de esas que nacen para ser madres, que son todo cariño y atención. Sólo había que ver con que disposición llevaba la casa, como atendía a sus hermanos, de qué manera estaba siempre atenta a cada pequeño detalle. Y yo pensaba. “esto es. Esto es lo que quiero. Esto es lo que necesito. Una familia propia. Mía. Una madre para mis hijos.”

Huelga decir que durante las siguientes semanas mi presencia en casa de los Corradini era constante. Volví a cenar una y otra vez. Pero ella nunca mostraba el más mínimo interés por mí. Joder. Qué puta frustración tenía encima. Hasta que un día, jugando en la con los enanos, enseñándoles cómo se boxeaba, sorprendí una sombra agazapada, observando oculta tras la puerta. Y en esa sombra vi el azul de los ojos de Beatrice. Fue un instante, un segundo. Pero me bastó. Ese día, en ese momento, lo decidí. Beatrice Corradini iba a ser mi mujer.

Había que hacer las cosas bien. No quería cagarla. Así que empecé por donde debía. A los pocos días de darme cuenta de que Bea estaba interesada en mí, me dirigí a Gio, con todos los cojones que pude reunir, y le pedí permiso para salir con su hija. Joder, casi le da un infarto. Desde luego no se lo esperaba. Se puso blanco y empezó a balbucear cosas sin sentido. Al final me dijo que tenía que pensárselo. Que ya me lo dirían. Muy serio y altivo, aparentando estar muy seguro de mi mismo me fui a mi casa esa noche cagado de miedo. Dos días después, en el curro, Gio se acercó a mí muy serio y me dijo que mañana podría recoger a Bea a las cinco en punto, que iríamos al Paramount de Brooklyn y que a las ocho, ni un minuto más, tendríamos que estar de vuelta. Y así lo hice. Empezamos a salir un día de septiembre de 1937 y, justo un año después, le pedí al padre de Bea la mano de su hija. Un año entero esperé. Estas cosas se tienen que hacer bien. No hay vuelta de hoja. Los padres de Bea tenían que ver que iba en serio. De todas formas, antes de comprometerme con Bea había algo que debía hacer. Aún quedaba un cabo suelto en mi vida antes de empezar de nuevo.

Llevé a Bea a casa de mis padres, a que estos la conocieran, porque pensaba casarme con ella y alejarme de esa casa para siempre, pero no quería hacerlo como un cobarde. A escondidas. Así que fui un hombre y me dirigí con ella a casa de mis padres a cenar. Qué nerviosa estaba Bea. Se puso elegantísima y se mostró tan educada y discreta como era ella. Mi madre nos salió a recibir, casi con lágrimas en los ojos. A ella sí que le había hablado de Bea, pero poco. No me gustaba hablar mucho con mi madre, pero era la única persona que me dirigía la palabra en esa casa. A esas alturas ya había dejado de esperarme despierta a que volviera del trabajo. Aunque, sorprendentemente, la cena siempre me esperaba caliente sobre la mesa. Aun así, mi madre ese día parecía haber olvidado los problemas, los rencores, las traiciones. Mis hermanas, muy educadas ellas, se presentaron frente a Bea, y también parecían contentas de que alguien nuevo llegara a casa. Bea no tardó en plantarse en la cocina y empezar a discutir con mi madre, que no la quería dejar ayudar con la cena. Y aun así, Bea nunca perdía los modales. Todo el mundo parecía contento. Yo no lo estaba. Estuve tenso desde el momento en que cruzamos la puerta. No estaba cómodo. Nada de eso era real. Nosotros no éramos una familia y tratar de aparentarlo me reventaba. Sólo quería salir de allí. No volver a ver esas caras que escondían odio, remordimiento y miedo. Sólo quería volver a empezar. Y mientras tanto, mi mirada se dirigía sin parar al final del pasillo, a la puerta cerrada tras la que se ocultaba mi padre. Mi madre lo excusó diciendo que estaba enfermo. Yo le expliqué a Bea que tenía la salud delicada, y que le disculpase. La cena pasó, mi madre no paró de hablar, cosa rara en ella y Bea parecía encantada. No se dio cuenta de nada. Ni siquiera le pareció raro que mis hermanas no jugasen conmigo.

Al día siguiente, Gio me dio permiso para casarme con Bea. Acto seguido, llevé a Bea a casa de mis padres, porque ella insistió en que debíamos darles la noticia juntos. Mi madre nos abrió la puerta. No parecía haber nadie más en casa. Le dije a Bea que se quedara atrás, me acerqué a mi madre, la miré muy serio y le expliqué que me iba a casar con Bea. Mi madre me miró con lágrimas en los ojos, y asintió en silencio. Me dijo que me deseaba lo mejor en la vida, y que esperaba que fuera feliz. También me dijo que lo sentía. Entonces, la puerta de la habitación donde mi padre estaba encerrado se abrió y el asomó su cara, sin expresión. Rígida como la piedra. Atravesó el pasillo y se plantó frente a mí. Y me dio la mano. Nos miramos fijamente, en silencio y nos lo dijimos todo. Nos dijimos adiós. Nunca más volví a tenerle tan cerca. Con esto, mi anterior vida, todos los errores cometidos, quedaban olvidados. Pasados. Ahora tenía la oportunidad de empezar de nuevo, con una familia que fuera mía por derecho y naturaleza. Dios me estaba diciendo que podía hacerlo mejor. Que era mejor de loq eu había demostrado hasta ese momento. Dios me mostraba un camino.

Mi padre tampoco vino a la boda. Esa vez si era cierto que estaba enfermo. Murió pocos meses después.

1 comentarios:

Ptolo dijo...

Esta biografía es una pasada.

Felicidades por el trabajo a todos, habéis conseguido una obra magnífica.

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